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por Manuela Celi, Doctoranda en la Universidad Complutense-Instituto Universitario Investigación Ortega y Gasset, y Associate Fellow en ILAS

Previo a la llegada de Alianza País (AP) al escenario político ecuatoriano, la crisis de representación fue un tema de análisis recurrente. En los últimos diez años, el país había presenciado las posesiones y auto designaciones de al menos 7 presidentes. Solo tres fueron electos por votación popular; los mismos cuyo mandato fue abruptamente interrumpido, con una creciente presión social en las calles como telón de fondo y la élite política orquestando maniobras de distribución y ordenamiento del poder.

En el año 2006, cuando Rafael Correa gana las elecciones presidenciales, el contexto cambia significativamente. No se trata únicamente de la emergencia de un nuevo liderazgo en formato outsider, propio de un sistema roto que, a palos de ciego, busca renovar la representación en el gobierno. AP construye una alternativa con un discurso refundador, respaldado en la promesa de una Asamblea Constituyente que rediseñe los lineamientos de un nuevo pacto social y de una reforma del Estado desde la perspectiva de recuperación del sentido del servicio público, devolviendo al ciudadano su rol soberano.

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Hoy, trascurrida una década después este giro en la historia nacional reciente y, a menos de un año de las siguientes elecciones generales, es necesario plantear algunas interrogantes fundamentales para situar al sistema político vigente. Si se habló extensamente de su desgaste, resulta pertinente un seguimiento para dilucidar, más allá de las veleidades propias del debate electoral actual, qué ha pasado con todas aquellas condiciones que empujaron el colapso del sistema hacia una crisis de representación.

Para contestar esta pregunta conviene un repaso previo por los principales elementos que caracterizaron dicha crisis, cristalizada entre 1996 y 2005, partiendo por la dimensión institucional del sistema -las funciones del Estado- debido al impacto que tuvieron sus deficiencias en el afianzamiento de una opinión pública crítica. Así, cabe destacar que el Ecuador está organizado a partir de un modelo de fuerte presidencialismo, con una alta concentración funcional del Estado en el Ejecutivo y sin contrapoderes administrativos contundentes; por lo cual, la gestión pública global es tanto responsabilidad como prerrogativa del mismo.

Esta condición incidió directamente en una conflictiva relación entre el Ejecutivo y el Legislativo, incapaces de entablar un vínculo de colaboración, más allá de alianzas coyunturales con objetivos específicos. En un contexto de voto altamente volátil, pocas veces la fuerza que llegó a la Presidencia tuvo, por sí sola, la mayoría en el Congreso. Ambas gestionaron en un ambiente de frecuente polarización y bloqueo, provocando severas crisis de gobernabilidad que las fueron desgastando progresivamente.

Respecto del Legislativo, cabe señalar sus altos niveles de fraccionamiento, tanto por la gran cantidad de partidos que hay en el sistema[1], como por la presencia regular de fuerzas electorales coyunturales y candidaturas independientes, comodines en la disputa entre los partidos tradicionales. Del mismo modo, su histórica composición provincial, producto de un regionalismo[2] inherente al país, coadyuvó a una concepción de la política como un quehacer para el posicionamiento de demandas e intereses exclusivamente locales, en desmedro de un proyecto nacional.

Las negociaciones al interior del Legislativo, estuvieron marcadas por transfuguismos y expresiones constantes de indisciplina partidista. Además, la posibilidad de re-elección de diputados, se tradujo en clientelismos y redes de corrupción, generando poca movilidad y escasa representación. Todas estas condiciones, explican que el porcentaje de ciudadanos que tenían poca o ninguna confianza en el Congreso durante estos nueve años,  promediara un 85%[3].

Algo similar se observaba en cuanto a la Función Judicial, para la cual poca o ninguna confianza alcanzaba un 79%. El principal problema radica en que, mientras funge como canal de resolución de asuntos políticos a través de su relación con el Legislativo[4] o como mediador en la compleja relación Ejecutivo-Congreso, su rol de contrapeso/control ha sido históricamente deficiente y carece de credibilidad. Su gestión, altamente politizada, contribuyó a la percepción ciudadana que vincula política y corrupción. Asociación profundamente nociva si consideramos que, entre 1996 y 2006, el promedio del Índice de Percepción de Corrupción (IPC) para Ecuador es de 25, en una escala de 0 a 100 en la que 0 corresponde a altamente corrupto[5].

ecu_corteAhora, en cuanto a la dimensión representativa del sistema, que remite a la situación de los partidos y de la ciudadanía, dos cifras del periodo pre AP llaman la atención. Por un lado, un 88% de ciudadanos manifiestó tener poca o ninguna confianza en los partidos entre 1996 y 2005; mientras, por otro lado, un 56%, consideraba que la democracia podía funcionar sin éstos[6].

El sistema de partidos, caracterizado como pluralismo extremo y polarizado (Pachano, 2008; Freidenberg, 2004)  o “multipartidismo” (Chasquetti, 2001)[7], se conformó históricamente a través de clivajes regionales, provocando una ausencia de fuerzas nacionales. Además, los partidos ecuatorianos presentaron siempre importantes limitaciones en la construcción de una estructura organizativa y más aún, de una propuesta programática. Han sido estructuras jerárquizadas, con escasa democracia interna y poca actividad partidista. Estas condiciones de carencia estructural fueron asimismo terreno fértil para otro fenómeno propio de la política nacional: el personalismo. La figura del líder es fundamental en el imaginario social y suele presentarse bajo un formato mesiánico redentor.

En este contexto de inorganicidad, no sorprenden tampoco las carencias ideológicas. Determinadas por una concepción utilitarista de la polítca,  las élites diseñaron sus propuestas coyunturalmente y con contenidos vagos. Tendieron hacia una suerte de formato catch all cuyo interés primordial era alcanzar la mayor cantidad de votos, evidenciando importantes vacíos en cuanto a la construcción de bases y una reveladora distancia con movimientos sociales o grupos sectoriales. Bajo estas codiciones, el voto fue altamente volátil y disperso. Los electorados así constituídos conciben lealtades frágiles y dependen del alcance de un vínculo que frecuentemente deviene temporal.

Esta etapa previa a AP evidencia una creciente movilización social, producto de la pérdida de confianza respecto de la política y el hastío frente a la relación vertical que establecen las élites con la ciudadanía. Las calles fueron el espacio de expresión del agotamiento de una democracia de electores en la que la sociedad civil, además de no sentirse representada, vio limitados sus espacios tanto de participación como de accountability.

Ese malestar social, en alguna medida, fue también canalizado y/o conducido por los medios de comunicación que, convertidos en actores políticos, difundieron selectivamente información y sus lecturas reduccionistas de la realidad. Así, se cierra casi una década de profunda crisis, con una democracia secuestrada por las élites, un sistema excluyente y con muy baja legitimidad. Tiene sentido entonces que un 37% de ciudadanos entrevistados por Latinobarómetro afirme que le interesa poco la política y un 41%, nada[8].

Más allá de las elecciones, ¿qué pasa con el sistema político hoy?

El triunfo electoral de AP en el 2006 es una expresión del hastío social y la apuesta por una alternativa que plantea una ruptura con las élites tradicionales y con la institucionalidad vigente. Desde entonces, son ya diez años de estabilidad presidencial con Correa, reelecto democráticamente en tres ocasiones. Asimismo, el oficialismo ha sido la bancada mayoritaria en la Asamblea Nacional (Congreso) contando con un escenario privilegiado para gobernar.

ecu_Constitución_del_EcuadorLa Constitución del 2008, cambia significativamente las reglas del juego. En términos institucionales, se fortalece al Ejecutivo generando las condiciones para el afianzamiento del presidencialismo. En ese sentido, resultan sugerentes ciertas disposiciones constitucionales que otorgan al Ejecutivo facultades exclusivas en ciertos temas, contribuyendo a la persistente concentración de poder. Tal es el caso de la formulación de política monetaria, crediticia, cambiaria y financiera, así como la posibilidad de presentar proyectos de ley que creen, modifiquen o supriman impuestos; aumenten el gasto público o modifiquen la división política. En el mismo sentido incide la figura de la “muerte cruzada”, que permite al Ejecutivo disolver la Asamblea, convocando a elecciones para ambas Funciones. Si bien se argumentaba que esto podría resolver el persistente bloqueo y amenaza política del Congreso, lo que en realidad hace es invertir la relación de poder.

Bajo las condiciones descritas, durante la última década el Legislativo ha desempeñado un papel de acompañamiento de una gestión general del Estado que está, principalmente, en manos del Ejecutivo[9]. Esto explicaría, sumado a cierta legitimidad de gestión, una disminución de casi 20 puntos en el promedio que incluye a quienes tienen poca o ninguna confianza en el Congreso en 2015 (64%). La inédita popularidad de Rafael Correa, se ha transferido a otras instancias y actores, que el imaginario social relaciona con él.

En cuanto a la Función Judicial, no hay avances singnificativos en relación a su condición fundamental que es la independencia. La justicia continúa siendo politizada[10]. No obstante, los valores registrados para poca o ninguna confianza en dicha Función han disminuido, sumando un 58%. Además, el Ecuador, a pesar de encontrarse todavía entre los países peor situados en el IPC de Transparencia Internacional, ha presentado  una mejora en su puntaje, alcanzando un 32.

En términos generales la institucionalidad del sistema cuenta con mayor confianza y, por lo tanto, legitimidad. Sin embargo, existen todavía asuntos pendientes e incluso incongruencias. Quizá lo más significativo es la ausencia de contrapesos. El gobierno enfrenta severas críticas respecto de la falta de autonomía e independencia de las Funciones del Estado. Además, el proceso de reforma estatal, sumado al estilo de liderazgo de AP,  ha constituído una estructura vertical que gestiona de manera jerarquizada. Allí se desdibujan peligrosamente las diferencias entre Estado y gobierno, Ejecutivo y Presidente, Presidente y partido.

En el ámbito de la dimensión representativa el panorama no resulta alentador. A nivel nacional, se ha caracterizado al sistema vigente como de partido único[11] o partidario con organización hegemónica[12]. No obstante, más allá de la gestión protagónica y, a veces excluyente, de AP, existen elementos que generan incertidumbre frente a las próximas elecciones y que actúan como un espejo en el que se refleja el sistema político instaurado en esta última década.

Entre 2006 y 2013, las condiciones políticas y sociales vigentes le dieron el empujón final a un sistema de partidos en franca descomposición. Posteriormente, ciertos sectores han sido capaces de ir posicionándose nuevamente. Las válvulas de fuga para las élites son las alianzas temporales, la consolidación circunstancial de organizaciones electorales y la emergencia de nuevos -y viejos- actores políticos en formato movimiento, como mecanismo para distanciarse de la figura de partido, desprestigiada desde el discurso oficial anti-partidocracia.

A puertas de las elecciones programadas para febrero de 2017, el país se encuentra nuevamente frente a un panorama electoral de fragmentación. Actualmente existen 13 organizaciones con registro electoral y al menos 4 precandidatos presidenciales anunciados. Asimismo,  3 fuerzas más se encuentran discutiendo sobre sus opciones presidenciables y otras están en proceso de constitución o “remozamiento”, con la premisa de que diversos actores han denunciado durante estos años una Función Electoral no autónoma[13].

Posibles candidatos para las presedenciales de 2017

Posibles candidatos para las presidenciales de 2017

Este fútil sistema de partidos que va configurándose electoralmente se encuentra altamente polarizado en formato AP vs. oposición. Se advierte un desdibujamiento de los posicionamientos ideológicos, incluso en actores como el oficialismo que ha pasado por auto nominaciones que van desde Socialismo del Siglo XXI hasta Postneoliberalismo, sin precisiones singnificativas respecto de lo que esto significa[14]. La oposición, por su parte, se muestra dispuesta a una variopinta posibilidad de coaliciones.

Bajo esas condiciones, el debate político se encuentra burdamente reducido a un oficialismo autoafirmado que construye enemigos mas no adversarios, es decir, oponentes legitimados y reconocidos que cuenten con canales efectivos para expresar el disenso y los antagonismos[15]. Mientras, sus rivales reproducen el formato de algunas oposiciones de la región, haciendo un llamado a un escenario de pacífica unidad acrítica y posicionados hacia un centro “desideologizado” que, en contextos de estéril polarización, resulta seductor. Se trata de una voluntad de despolitización  social que  desconoce el conflicto como inherente y necesario.

A su vez, no se evidencian avances relevantes en el desarrollo de estructuras organizativas partidistas. Los mecanismos de democracia interna, de existir, se muestran extremadamente débiles, mientras el personalismo  es uno de los elementos que se ha enrraizado aun más. Tampoco se puede hablar de una real renovación de élites considerando que detrás de las nuevas figuras, se encuentran las fuerzas tradicionales del país.

Por otro lado, AP ha tenido una conflictiva relación con la sociedad civil. Durante estos 10 años se han producido múltiples rupturas con distintos sectores como el indígena, el ambientalista, las organizaciones de mujeres, algunas fracciones del sindicalismo, entre otros. La imposibilidad de generar canales de diálogo y negociación con el gobierno, mantiene al margen a actores importantes, debilitando sus propuestas y demandas dentro de la agenda pública, desincentivando también la participación. La sociedad civil se ha visto desgastada bajo una dinámica de marchas vs. contramarchas; expuesta además, a la confrontación con vocerías sectoriales paralelas, avaladas por el gobierno.

Protesta indígena contra Correa, Quito, 2015

Protesta indígena contra Correa, Quito, 2015

En definitiva, no se vislumbra una democratización real del sistema político. Los avances en cuanto al fortalecimiento institucional del Estado conviven con una modalidad de toma de decisiones vertical-autoritaria y con las inercias de una dimensión representativa débil. Si bien una evaluación respecto de la crisis, debe reconocer el mérito de AP en su capacidad inicial de reconstrucción de un vínculo con la ciudadanía, esto tiene sentido cuando existen otros proyectos en disputa. La representación debe ser plural, caso contrario, termina siendo secuestrada nuevamente.

El Ecuador se encuentra frente a un nuevo ciclo de acumulación de demandas, está por verse si AP puede canalizarlas. Por su parte, los actores políticos se enfrentan una vez más a la desafortunada tarea de pensarse en función de los comicios, lejos de la posibilidad de estructuración de un sistema de partidos. Esto requeriría, incialmente, de una revisión de los contenidos diferenciadores que constituyen las ideologías.

Hoy, mientras nuevos y viejos sectores de las derechas han logrado reinstalarse en la palestra, a las izquierdas les queda la larga tarea de resignficarse, de darle un sentido a un discurso peligrosamente vacíado y construir una opción en términos organizativos. Resultará necesario también recuperar la confianza, el sentido y el rol de las fuerzas políticas, sean partidos, movimientos o cualquier otra forma de articulación que pretenda establecer vínculos estables y fructíferos con la sociedad civil organizada y no organizada, superando las profundas brechas actuales.

Por su parte, la ciudadanía también tiene tareas pendientes. Más allá de la coyuntura, todo proceso pico debe funcionar como una suerte de recurso de pedagogía cívica social, alimentado por diversos sectores que asuman su responsabilidad histórica en la construcción de país. El debate político requiere de un esfuerzo urgente por salir de su condición anodina, de un diálogo reduccionista de sordos. Los medios de comunicación -hoy públicos y privados- continúan jugando un papel siniestro en la distorsión de los debates. La recuperación de las libertades y espacios expresivos, así como el reconocimiento de otros actores como interlocutores válidos, es primordial.

La crisis de representación sólo podrá ser superada cuando la política nacional salga de su burbuja cortoplacista, proyectándose hacia la consolidación de un escenario más amplio y plural. Resulta imprescindible asumir como un ejercicio constante la observación y evaluación del  sistema político a modo de escenario sintomático del proceso de construcción democrática del país. La coyuntura actual demanda más esfuerzos en ese sentido en la medida en que el debate electoral nuevamente resulta no solo banal sino, sobre todo,  distorsionador.

 

 

[1] En 1996,  11 partidos componían el Congreso. Para 1998 esta cifra bajó a 9. Empero, 4 años después, el Legislativo contaba con 20 listas.

[2] Característica transversal del sistema originada en la contraposición entre las especificidades productivas de la Sierra y la Costa, permeó también las dinámicas políticas y sociales del país, generando relaciones de competencias y obstáculos a la conformación de indentidades nacionales.

[3] Todas las cifras de percepción utilizadas para este artículo han sido tomadas de Latinobarómetro, los años se especificarán según cada caso, de ser necesario.

[4] La Constitución de 1998 dispone que los miembros de la Corte Suprema de Justicia sean elegidos, en última instancia, por el Congreso. Mientras, al Consejo de la Judicatura, lo componía y presidía la CSJ. Así, bajo el formato juez y parte, se fue tejiendo la relación Legislativo-Función Judicial.

[5] Trasparencia Internacional

[6] Pregunta incluida en 1997, 2000, 2001, 2002 y 2005.

[7] Entre 1996 y 2006, el promedio de binomios que se presentan para las elecciones presidenciales era de 8,6 por proceso.

[8]   Pregunta incluida entre 1996 y 2005, con excepción de 1999 y 2002.

[9] Un estudio reciente sobre la actividad legislativa entre 2009 y 2012 evidencia el alto nivel de iniciativas legislativas impulsadas desde el Ejecutivo (27) frente a las del Legislativo (21). Además, de 53 leyes aprobadas, dicha Función vetó 29 (Ramírez, 2013).

[10] Algunos ejemplos se pueden encontrar si se contrasta la celeridad y resolución de procesos judiciales impulsados por el gobierno y la oposición. A su vez, el referéndum realizado en 2011, según varios actores políticos y sociales, generó las condiciones para que Ejecutivo y Legislativo incidan en la selección y designación de autoridades de control público y de la Función Judicial.

[11] Dávalos, P. (2014). Alianza País o la reinvención del poder. Bogotá: Ediciones desde Abajo.

[12] Muñoz, F (Ed.). (2014). Balance crítico del gobierno de Rafael Correa. Quito: UCE.

[13] Dos casos significativos cuestionaron, en su momento, dicha independencia: la descalificación de algunas organizaciones durante la última reinscripción de partidos y el controvertido proceso de descalificación de firmas para la iniciativa ciudadana de consulta popular sobre el proyecto Yasuní ITT.

[14] AP, auto posicionado como izquierda, evidencia tanto en gestión como en discurso, algunas inconsistencias. Tal es el caso de su visión extractivista que no concuerda con un cambio de matriz productiva ni menos con su proclamación de la naturaleza como sujeto de derechos. Lo mismo pasa con algunos retrocesos en materia de derechos laborales expresados en una Ley recientemente aprobada el primer semestres del 2016 .

[15] Mouffe, Ch. (2007). En torno a lo político. México: FCE